sábado, 19 de julio de 2008

Perfumes de media tarde (completo)


Oráculo tercero




Perfumes de media tarde


Cuando ella entró a la cafetería él ya estaba allí, ocupando una de las mesas al fondo. Se le notaba algo translúcido, como si habiendo surgido de la ventana se amoldara aún a la silla y todo su cuerpo abandonase aquella liquidez primitiva. Era él. Lo supo por su perfume, por su mirar noctívago y la manera en que el sol, ahora tenue, le iluminaba el rostro. Era él, tomando el té, leyendo, sin mirarla. Quizás de más edad le había parecido en la fiesta de los Gallardo, entre la maraña de aromas y las risas, los juegos, las tertulias, las copas. Y así las once. Él ya no estaba. Al amanecer, con el diluirse del barullo y el neón de la noche y otros aires y el aroma del café, ninguna ventana parecía recordarlo.
Entonces, desde el otro lado él la descubre: “¿Usted?” parece decirle, y ella aparta la vista y mira hacia la vitrina llena de bocadillos. Quiere decirle que no la mire, que siga leyendo. Él lo detecta y vuelve a darle sorbos a su taza de té. A su derecha el sol ha ido quebrándose sobre la ventana en pequeños dedos de luz. Ella lo mira de nuevo. Está leyendo. “¡Cambiarme por unos mugrosos papeles! Mejor sería decirle otra cosa”. Pero nuevamente la mira, impertérrito. Ella le recorre el rostro y siente que roza sus mejillas, como si él le acabara de colgar un collar y le dijera cosas al oído. Oye su voz escurriéndose por su cuerpo y transformándose en manos que la tocan: su cuello, su espalda, su torso, mientras continúa susurrándole. “Jorge” le dice a él, que sigue del otro lado, tomando su té, quizá tan suavemente dulce como el estremecimiento que ha quedado en su cuerpo.
“¿Qué quiere?”
“¿Yo? ¿Por qué me lo pregunta? Usted lo sabe...”
“¿Cómo se atreve?”
Pero solo hay silencio y sus perfumes que se acarician, un solo impulso transitando el aire. Ella lo observa, deseándolo, queriendo tocarlo. Dirige su mano hacia el bolso, sin ver siquiera, hasta golpear el espaldar de la silla. Ahora más aromas rezuman en su cuerpo: el del té, que tímidamente le habla, el de los panecillos, una esencia de flores, todos mezclándose y haciéndola sentir esa nostalgia de las mañanas en que lo busca en cada ventana, o en las calles tantas veces húmedas o heridas de luz. Todo le parece inocente, aunque se sienta desprotegida, sola, apenas con su cigarrillo y el hilo de humo que no llega al otro lado. Él le sonríe. Ella le responde, una sonrisa que vuela con su perfume hasta el otro lado de la estancia. Él baja el rostro. Ella lo interroga, con su cuello erguido y esperando la caricia de sus manos. Él acaba su té.
Otro hombre se siente cerca de ella y la mira como diciéndole: “¡Aquí estoy!” y pudre la atmósfera con su perfume. La dama lo esquiva, siempre mirando el otro lado de la cafetería, mirando al otro, implorando que la lleve con él.
“Sus panecillos están listos”, oye a la camarera decirle.
Él se levanta dejando ver su traje gris. El recién llegado lo mira, lo amenaza. Puede notarse la forma de un revólver bajo su saco.
-Vamos, ya es hora- le dice a ella entre el ruido de las llaves del automóvil y el doble bip que le anuncia la reunión de las cuatro y media.
“¡Qué vulgar!” (ella pensando) y del otro lado se escucha una taza haciéndose añicos, (es él que se ha levantado de nuevo) y el otro hombre burlándose y ella extendiendo sus manos hasta creer tocarlo en la mesa última junto a la ventana. Entonces nada: la ventana sola y el sol muriendo en sus cristales, el ocaso que arrastra las fragancias; la mesa sola, ninguna taza hecha añicos en el piso. Solo su perfume, el silencio y la sensación del orangután que le aprisiona la mano. Pero siente un súbito peso en sus muslos, ese perfume y el roce de aquellas mismas manos bajo su blusa explorando los tímidos cristales de su sexo, casi obligándola a aceptar el aroma a falsedad de aquella trilogía de apariencias: el orangután, su cuello de Diana y sus aires de gentilhombre. Luego mira al recién llegado, tosco, insensible, ajeno. Lo mira todavía fijando su vista en la vitrina de los panecillos -siete años viendo crecer sus arrugas y la impertinencia de su aroma, lo mismo que los manoseos de cada noche-, mira harta a su marido, pero saboreando las palabras que han madurado en su boca; se ha librado de todos y los ve marcharse con los cada vez más extintos brillos de la ventana, y se siente loca, “¡Qué importa!”, sabe que al final, sólo serán insignificantes manchas en su memoria.

martes, 1 de julio de 2008

Atisbo al octavo cuento





Y se fue con la lluvia (fragmento)


Aquel hombre había llegado justo cuando almorzábamos, extrañamente seco, a pesar de la lluvia que desde muy temprano caía. Quizá fue la abuela Chola la primera en verlo, justo antes de desplomarse sobre la sopa de lentejas mientras la abuela Lay se llevaba a la boca una cucharada del espeso caldo. Luego miramos los demás hacia la puerta, en cuyo umbral estaba él de pie, silencioso, apenas con una pequeña valija de cuero.
-¡Pase, pase por favor!- dijo la abuela Lay, por fin levantándose de la silla -pase, que se moja-. Pero el hombre siguió inmóvil, ahora mirando la escena con una como antiquísima presencia de luz entre el bullicio de las gotas que perforaban eternidades en aquel extraño día de diciembre. Luego confesaría que se llamaba Teodoro, y nada más. Era de muy poco hablar y comer, como bien lo reflejaba su delgado cuerpo, fuerte y consistente, pero de carnes magras. En eso, me dije -que por entonces tendría nueve años- se parece a la abuelita Daisy, que en el momento de su arribo estaba en la cocina.
La abuelita Chola nos visitaba aquel día desde buena mañana, oronda en traje de domingo, pues aunque decía ser atea, sabíamos que venía de misa de seis. Desde que se hallaba sola solía frecuentar las visitas a sus hermanas, cada vez con mejor semblante, como si la soledad le sentara bien. Efraín, su esposo, se había marchado al extranjero por razones médicas, aunque no fuera su mal, acaso, más que deseos de soledad, lejos de aquella mujer de ojos picantes y diminutos, que le pedía hasta la última cuenta de lo que hacía, sobre todo si mediaba dinero.
El año pasado, la abuelita Daisy y yo habíamos estado una semana en casa de Efraín, en donde un algo desconocido zumbaba siempre, incluso en el patio. Tal vez eran los transistores del viejo televisor en el que, sin falta, veían los viejos las películas de Harold Lloyd hasta desternillarse de risa frente a imágenes mudas y de movimientos inesperados, tanto, a lo mejor, como el vaivén de las largas tiras de cuentas multicolores que a modo de cortinas colgaban de los interminables cuartos sin habitantes (todos alrededor de la sala de estar) y de cuyo interior salía una brisa fría y alcanforada.
Desde semanas atrás, la abuela Chola había estado más triste que de costumbre, ni siquiera fumaba, y todo ello desde que recibió la noticia de la muerte de Efraín, en esa lejanía que él mismo eligió, como si hubiera querido retornar a la soledad de la que había venido.
-Venga, venga, por aquí- se levantó a decirle la abuelita Lay a Teodoro, sin percatarse de la hermana desplomada sobre la sopa de lentejas.
-Lala- interrumpió la abuelita Daisy, susurrándole en el oído bueno- creo que está muerta. Mirála, mirála... Nunca le gustaron las lentejas.
Aquello era cuestión de tiempo, no hubo sorpresa alguna.
-¡Ay Daisy!- dijo entonces la abuelita Lay con apenas resignación en sus ojos. -Vamos, hay que arreglarla y darle la noticia a Mario.
Teodoro se quedó sólo en la sala en medio del galimatías del almuerzo. Yo, algo confuso, salí a jugar con Mafalda al patio. Ya no llovía. Mafalda corrió de regreso a la sala enlodando la alfombra y se detuvo súbitamente frente al visitante, mirándolo en silencio. Aquel día no lo supe, pero ahora que lo pienso, diría que frisaba los cuarenta, aunque si miro de nuevo el rostro que mi memoria guarda, diría que era un hombre en el que el tiempo apenas dejaba huellas.

lunes, 30 de junio de 2008

Mi tienda de libros

Atisbo al primer cuento






Oráculo primero (fragmento)




Fábula de un hombre serio


Ahora la casa estaba en silencio, muerta, los cuadros enmudecidos: una semana exacta de no escuchar puertas abriéndose ni pasos a lo largo del zaguán o la sala; solo la araña lo mantenía despierto, suspendida de su hilillo transparente, monstruosa y quieta en el recodo junto a la ventana. Tenía ese aspecto de recuerdos inútiles, de esos que aparecen de repente, cuando menos se desea y manchan de ansiedad las soledades tranquilas. Al levantarse siempre se quedaba mirándola trepar por la telaraña, ágil, delicada, octuplicando las cosas, y miraba asimismo la silla de su alcoba, tan simple, con sus maderas y sus barnices intactos. “¡Félix, Félix!”, le decía continuamente el eco de su abuelo, como si lo contemplara desde la silla, enorme, aquel cuerpo de toro que se sale de los límites del suyo, demasiado enclenque, demasiado citadino (su cuerpo), aun cuando es mejor que el de su padre: tan poca cosa, esmirriado y lleno de cardenales y los estigmas de una vida insana. “Siéntate conmigo, ven pequeño, de un salto, da un salto, enséñale a tu abuelo cómo brincas”. Pero al sentarse tantos años después debe acomodar sus carnes para que no resbalen por la silla; ese y así es su cuerpo, ya fofo por falta de ejercicios, de verdaderas fatigas físicas. “Es una lástima” se había dicho “no haberlo tenido más chico, se hubiera visto tan bien en la silla”. Entonces le recorría con la mirada los bordes y después los espacios vacíos, los intersticios por donde se cuela el aire, quitando luego mentalmente la silla y dejando solo en sus retinas la imagen parpadeante de las oquedades. Le parecieron tan cortos los dos años que Alejandro estuvo en la casa, y a pesar de ello experimentó toda clase de sentimientos, emociones, actitudes. “Haberlo tenido más chico” se lamentaba, porque ahora todo era lo mismo de antes: las mismas paredes, la cama, las mismas intercambiables hormigas que miraba por horas atravesar la habitación con los verdes sombreros de la tarde.
Había esperado desde el amanecer una presa para la araña -Hoy sí caerá algo- se decía muy seguro, hasta que al fin la oyó aproximarse, tal vez desde la cocina y entonces junto con el zumbido aquel recorrió de memoria la casa que sintió tan ajena los meses pasados. Alejandro significó un abrupto reencontrarse, escuchar de nuevo risas, memorias enmohecidas y desfiguradas, el revivir de todos sus sinsentidos e inconclusiones, falazmente ocultos por el engaño. El insecto voló sobre su cabeza esquivando la proximidad de su cabello. Era de un verde eléctrico, rechoncho, de ojos esféricos y demolía su laxitud de siglos, haciendo ruinas todo su imperio de telarañas y sombras.
Solía escuchar a su sobrino prepararse el desayuno cada mañana siempre alrededor de las siete. Pero él no iba jamás a la cocina, la había perdido, por lo que prefería quedarse en su cuarto, oliendo el aroma del queso derritiéndose en las tostadas y haciéndosele úlcera en su estómago vacío. No salía sino hasta el mediodía, cuando se quedaba solo. Entonces abría la puerta y se alejaba de prisa hasta perderse de vista. Al regresar era muy avanzada la noche y para entonces Alejandro ya dormía. Entraba casi a oscuras, palpando el camino hasta su alcoba, que luego aprendió de memoria pues se acostumbró a la poca luz que llegaba de las lámparas de la calle. Así se escurría en la penumbra, como un topo bajo un huerto de nabos.
Como también tenía baño en su habitación no usaba el otro, el de Alejandro. En cambio pereceaba sobre la cama, cruzando los brazos bajo la almohada y mirando las hormigas en estricta hilera sobre la cornisa del cielo raso. “Soy un hombre serio” se repetía muy a menudo, y la verdad lo era, aunque lastimosamente en exceso. Nunca nos dijo por qué. Había acumulado una variadísima colección de libros con los que se perdía a sí mismo durante semanas completas, sin enterarse siquiera de si continuaba vivo. Cada vez se exilaba más en sus islas incomprensibles llenas de laberintos y criaturas inimaginables, planetas enteros con sus soles y leyes sui géneris, sumergiéndose en sus mares vastísimos, nadando desnudo y comiéndose los frutos que crecían en la espuma de las olas o en árboles flotantes y de raíces como cofias bajo las aguas. Pero al regresar al siguiente día, en su lugar siempre encontraba una rosa creciendo desde el ojo de una hoguera, y otra vez en su cuarto se notaba enfermo y con la barba extraordinariamente crecida, y de nuevo oía los pasos de Alejandro apoderándose de otra sección de la casa, tan familiar e ineluctablemente voraz, aunque la realidad era muy distinta, una gigantesca mentira, tan solo ideas, una ficción por él mismo inventada.